Crítica de Pixote, a lei do mais fraco, por Pamela Bienzóbas. Publicada en Esbozos, Nº6, 2016.
Fuente:
22 de marzo 2019 Iber Media Digital: http://ibermediadigital.com/ibermedia-television/huir-de-una-infancia-en-peligro-en-pixote-a-lei-do-mais-fraco/
¿Cómo llegué por aquí, si hace un rato estaba paseando por Buenos Aires? Es el tipo de pregunta que un errante se hace a diario, aunque sabe que ni siquiera vale la pena preguntárselo. Vuelvo hacia el este, para visitar ese territorio interminable e indómito que es Brasil. Brasil maravilloso y sensual, pero también violento y desgarrado. Por todos lados me encuentro con esa infancia pisoteada, desamparada que el cine tanto ha retratado y a menudo explotado. En un gesto reflejo, pero a la vez ingenuo, trato de evitar la lamentable vista corriendo la mirada hacia atrás. ¿Para qué, si sé que nunca ha sido mejor? Y allí, en un pasado no tan lejano, lo veo con sus ojos inocentes y suplicantes, a un paso de endurecerse para siempre.
Allí, en 1981, contemplo al pequeño Pixote, como le decimos a Fernando Ramos da Silva. No es tanto tiempo, treinta y cinco años. Menos de la mitad de una vida promedio en nuestro continente. Pero esas estadísticas nada tienen que ver con los que nacen en el mal momento y sobre todo en el mal lugar. Treinta y cinco años es poco menos del doble de lo que alcanzó a vivir Fernando, el actor, matado por la policía a los 19 años en un evento nebuloso que inspiró a su vez la película Quem matou Pixote? (¿Quién mató a Pixote?) de José Joffily. Pero ésa es otra historia. ¿O no?
Mis fronteras suelen ser porosas, especialmente (para bien y sobre todo para mal) cuando se trata de representar la miseria. ¿Cómo distinguir al protagonista de la ficción Pixote, a lei do mais fraco (Pixote, la ley del más débil) de su intérprete? El propio director, Héctor Babenco, mezcla los registros en el prólogo a su película basada en los trabajos del investigador y escritor José Louzeiro. El cineasta marplatense convertido en brasileño se instala frente al espectador, dando cifras y datos duros sobre el abuso y la miseria infantil, con una favela de São Paulo como telón de fondo para ilustrar la realidad que va a denunciar. Pues Pixote es abiertamente una denuncia. Mientras la cámara se acerca con un zoom a Fernando y parte de su familia, Babenco nos explica didácticamente la lucha cotidiana que tienen que librar para sobrevivir. Recién entonces entramos claramente en la puesta en escena de ficción. Todo comienza en una estación de policía, uno de los tantos espacios represivos que simbolizan el peligro y el destino del que Pixote intenta huir. Pero ese peligro no se encuentra sólo en las instituciones y las autoridades, sino también en la explotación por parte de criminales mayores (que, explica el filme, usaban a los menores de edad por su impunidad, pues lo más que arriesgaban era un paso por un reformatorio), y las relaciones de poder y violencia entre los mismos reclusos. Dieciséis años antes, en Crónica de un niño solo (1965), el argentino Leonardo Favio había sugerido con pudor la violación de un chico por parte de un grupo, y transformó la experiencia en un golpe para su protagonista Polín, enfrentado a su propia impotencia para defender a su amigo. En el caso de Pixote, la violación de un niño por otros más fuertes ocurre antes de los diez minutos, se muestra de manera bastante ostensible, y, con un instinto de supervivencia claro, el pequeño testigo Pixote no duda un solo instante en asegurar que dormía y no vio nada. Escapar del reformatorio es su única esperanza, aunque él tiene claro que el peligro sigue fuera. Durante la primera mitad de la película, la errancia de Pixote es la de un niño sin arraigo, movible y transportable al antojo de quienes tienen poder sobre él pero que fallan en la misión de protegerlo. Ése es el caso especialmente de “Sapatos Brancos” (Jardel Filho), el director del correccional de menores, siempre vestido con sus zapatos blancos y tenida de resonancia militar, en medio de un universo de corrupción y ejecuciones sumarias por parte de la policía. Esa errancia inicial es figurada: encerrado en el reformatorio, Pixote busca su lugar en un grupo que está permanentemente negociando complicidades y sometimiento, también afecto y lealtad. La fuga que nos lanza en la verdadera errancia llega hacia la mitad de la película, cuando en un momento de caos un grupo se escapa por la ventana de la enfermería. Es una fuga hacia una amenaza desconocida, ya que hasta aquí el mundo exterior siempre ha sido un territorio de mafiosos o de policías corruptos y fascistas. Babenco me quiso determinista en este drama, así es que sin transición, como si no hubiese otra evolución realista, la siguiente escena muestra al grupo formado por Pixote (el más pequeño de todos), Chico (Edilson Lino), el transexual Lilica (Jorge Julião, quien ya había comenzado su carrera en el teatro) y su bien macho amante ocasional Dito (Gilberto Moura) robando en pleno centro de São Paulo y organizándose como una pandilla de delincuentes profesionales. Los acompañamos en su paso de la reclusión del reformatorio al goce de la libertad de movimiento, aunque sabiéndose y asumiéndose siempre a contracorriente de la sociedad, enfrentándola desde la posición de enemigo declarado e insalvable. Así, la cámara sigue los desplazamientos y gestos de los carteristas para situarlos en su nuevo medioambiente. En el determinismo de Pixote, la errancia de los chicos es una fatalidad, y como tal, el mapa de posibles es limitado: la falta de rumbo claro va de la mano con una falta de rutas accesibles. El grupo apenas está conquistando la ciudad, e incluso saboreándola, paseando en descapotable por sus plazas bien cuidadas, cuando un acuerdo con el traficante Cristal nos embarca en tren hacia Río de Janeiro. En la nueva ciudad son más vulnerables que nunca, teniendo que negociar sin poseer las cartas necesarias en la mano. Quizás por eso Chico sueña con tener una pistola, para sentirse un poco más dueño de su destino. Por ahora están a merced de Débora (Elke Maravilha), la cabaretera que se lleva la droga dejando a cambio nada más que su vana palabra. Durante la tensa espera, por un momento hasta yo los confundo con la gente “normal” en la playa, bañándose en el mar y jugando como los niños que son. Excepto Lilica, que en su lucidez se deja llevar por la melancolía: pronto cumplirá dieciocho, y sus días de impunidad llegarán a su fin. Para Pixote, son los días de inocencia —o del resabio de inocencia que le está permitido— que están llegando a su fin. En el enfrentamiento de esa noche con Débora, pasa definitivamente de ser el objeto del abandono y violencia social a ser un sujeto capaz de matar, de discernir y decidir. Horas antes, en un instante de candidez, casi se deja engañar por la farsa maternal de la mujer. Pero ahora, casi como vengándose contra su propia ingenuidad, como probándose a sí mismo su valía, no duda en asesinarla. Para Chico ya es tarde. Muerto o inconsciente por el golpe de Débora, quedará atrás y será rápidamente olvidado. Y es Pixote quien cumplirá su sueño de tener su propia pistola, al robarla del bolso de la mujer agonizante. Pixote me hace resumir la volatilidad de la vida, las prioridades, los afectos y el peligro, en la rapidez con que muestra, en apenas unos segundos, al protagonista angustiado por su amigo, luego hurgando en el bolso de Débora para ver qué puede robar, para enseguida evocar la huida de Río de Janeiro a través del ruido y la imagen de un tren nocturno, e inmediatamente revelar a los “sobrevivientes” Pixote, Lilica y Dito jugando en una máquina flipper con aparente despreocupación. Es entonces que Sueli (Marília Pêra) aparece en nuestras vidas, cuando una rápida transacción convierte a los chicos en improvisados aprendices de proxeneta. Durante su última media hora, el filme se aleja cada vez más de la infancia. La presencia de la consumida mujer, a cuyo punto de vista nos acercamos, sirve como puente hacia el ya no muy lejano sufrimiento adulto. A fin de cuentas, la experiencia la ha hecho más cínica, como deja ver agresivamente en la conversación acerca del aborto, del que el ingenuo Pixote no se había dado cuenta. Pero en verdad no es tan distinta de los chicos, en quienes encuentra una triste complicidad. Todos son vulnerables y están dispuestos a transformarse en fieras amorales y atacar antes de ser atacados. Y todos saben disfrutar sin remordimiento de la sensación de triunfo cuando el robo a mano armada a los clientes de Sueli los deja con dinero para comer lo que quieren, o incluso con un auto que les permite instalarse en un parque a tomar y bailar con la música a todo volumen, como un grupo de jóvenes cualesquiera (excepto que ellos tienen al dueño raptado en la maletera). En este período en que los afectos y deseos erran y se entrecruzan, mientras Lilica ve con resentimiento cómo Dito parte en un juego de seducción con Sueli, Pixote se deja llevar también por un anhelo que no comprende totalmente. La mujer representa para el niño, en una gran confusión de roles y emociones, a la vez la prostituta a la que tiene que proteger y explotar según los códigos mafiosos que hereda; el objeto de un deseo en que se mezcla el despertar sexual de la pubertad con la imitación de las conductas que ha observado toda su vida, y la promesa de la ternura materna de la que careció su niñez. Su apartamento se convierte para Pixote en una suerte de ancla que detiene la deriva, en lo más cercano a un hogar que ha conocido al menos desde que lo encontramos en el reformatorio. La cama, en la que pueden acabar teniendo sexo Sueli y Dito a pocos centímetros de donde Lilica y Pixote miran la televisión, por momentos parece un bote que mantiene a flote a un grupo de náufragos. Pero es Pixote mismo quien fractura ese germen de hogar con un nuevo crimen; quien lleva el ancla cuando el atraco a un cliente sale mal y en el caos acaba disparándole a Dito, y luego no una sino tres veces al hombre embaucado. En el turbador final, con un nudo en el estómago veo a Pixote renunciar a la esperanza de un regazo que lo meza como al niño que nunca pudo ser, para aceptar su único destino posible y volver a andar por la vía férrea en una fuga permanente. También yo quisiera fugarme de tanta sordidez. |
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